Desde la Catedral desciendo por las calles empedradas que serpentean entre el tiempo y el aire frío de la sierra. Cada paso me acerca a un sueño tallado en piedra: el Alcázar de Segovia, esa fortaleza que parece flotar sobre el acantilado como si el agua la sostuviera en el aire.
A lo lejos, su silueta inconfundible —torres afiladas, tejados de pizarra, muros dorados— se levanta contra el cielo con la elegancia de un navío medieval. No hay otro lugar igual. Dicen que inspiró los castillos de los cuentos de hadas, y quizá sea cierto, porque al verlo uno siente que el mundo aún puede tener magia.

El Alcázar ha sido fortaleza, palacio real, prisión, academia militar y testigo de coronaciones. Su historia es tan antigua como la propia Segovia: ya los romanos fortificaron esta roca; luego los reyes de Castilla levantaron aquí su morada.
En el siglo XIII, Alfonso VIII lo convirtió en residencia real. Después, los Reyes Católicos celebraron aquí el inicio de su reinado y, siglos más tarde, Felipe II mandó elevar esas torres puntiagudas que lo harían inconfundible.

Cada piedra guarda un eco, cada sala un susurro. En sus muros aún resuena la voz de Isabel la Católica, que fue proclamada reina de Castilla.
Y cuando uno lo recorre, no puede evitar pensar que este castillo no defiende un territorio, sino un sueño.

Cada estancia conserva algo de la grandeza castellana: techos artesonados, tapices flamencos, retratos de monarcas que parecen observarte desde el otro lado de los siglos.
Entre ellas, destacan la Sala del Trono, la Sala de la Galera y la Sala de los Reyes, donde las figuras de madera policromada coronan las paredes como un desfile inmóvil de historia.

Salas Principales

Sala del Trono

Su techo, en forma de casco de barco invertido, explica por qué el Alcázar se asocia tanto con el mar y la navegación. Desde sus ventanales, Segovia parece flotar en el aire.

Sala de los Reyes

Las figuras de los reyes de Castilla vigilan desde lo alto, inmóviles y majestuosas. En el centro, un balcón recuerda una tragedia: la caída del infante don Pedro, cuya historia aún estremece a quienes la escuchan.

Sala de las Piñas

Una de las más ornamentadas, con 392 piñas doradas en el artesonado. Símbolo de abundancia y eternidad, su efecto es hipnótico, casi místico.

Sala del Cordón

Entre las estancias más singulares del Alcázar, hay una que guarda una historia hecha de orgullo, penitencia y amor: la Sala del Cordón.
Sus muros están rodeados por un relieve de piedra que imita un cordón franciscano, símbolo de humildad y arrepentimiento. Pero su origen, cuentan, nace de una tormenta y de un corazón soberbio.

La Capilla

Pequeña y serena, la Capilla del Alcázar guarda todavía ese recogimiento que nace de la piedra y del silencio. En ella se celebraban los oficios cuando los reyes habitaban el castillo.

Dormitorio Real

Un cuarto que habla en susurros. Aquí dormían los monarcas, y en sus muros aún parece quedar la calma de las noches regias. El artesonado, sobrio pero elegante, cubre un espacio íntimo donde la grandeza se vuelve humana. En esta estancia, uno comprende que incluso en palacios como este también hubo silencios, desvelos y amaneceres contemplados desde una ventana abierta al valle.

El Patio de Armas y el Museo de Artillería

El Patio de Armas es un remanso de luz y equilibrio geométrico. Desde allí se accede al Museo del Real Colegio de Artillería.

El Alcázar fue también sede del Real Colegio de Artillería, la institución militar más antigua del mundo aún en activo. Su museo conserva piezas históricas, uniformes, mapas y cañones que hablan de la transformación del castillo en academia y símbolo de la ingeniería española.

Desde el mirador de la Pradera de San Marcos, el Alcázar se muestra en todo su esplendor. Es el punto donde la piedra y el cielo parecen haberse puesto de acuerdo.
El río Eresma bordea el acantilado, y la fortaleza se alza con esa mezcla de belleza y melancolía que solo los lugares eternos poseen. Al atardecer, los muros se tiñen de oro viejo y la torre parece encenderse por dentro.
Es un espectáculo que no se olvida.

Dicen que el Alcázar nunca fue tomado por la fuerza, que su posición sobre la roca lo hacía inexpugnable.
Otra leyenda cuenta que las campanas del castillo suenan solas en las noches de tormenta, como si las almas de los antiguos guardianes siguieran custodiando la ciudad.
Y hay quien asegura que Felipe II mandó diseñar su torre con forma de proa de barco, símbolo de la monarquía que zarparía hacia el mundo.
Sea cierto o no, el Alcázar sigue navegando —pero no sobre mares, sino sobre el tiempo.

• Horario: Abierto todos los días, aunque el acceso a la torre puede variar según temporada. Consulta siempre la web oficial alcazardesegovia.com.
• Entradas: Hay ticket general y combinado con la torre. Te recomiendo el segundo: las vistas merecen cada peldaño.
• Mejor momento: Al atardecer, cuando la piedra se dora y Segovia parece suspenderse en la luz.
• Cómo llegar: Desde la Catedral, un paseo de diez minutos descendiendo por la calle Daoíz y el Paseo del Salón.
• No olvides: El mirador de la Pradera de San Marcos, imprescindible para contemplar la imagen más icónica del castillo.

Dejo atrás el Alcázar mientras la tarde se apaga sobre las torres de pizarra. El sol desciende por el valle del Eresma, y la piedra dorada de Segovia se vuelve casi transparente, como si guardara dentro la última luz del día.
Camino despacio, sin prisa. A cada paso, la ciudad se hace más silenciosa. Y entonces lo recuerdo: no puedo dejar de visitar la Casa de Antonio Machado.

Cruzo las calles estrechas que suben hacia el corazón del casco antiguo, donde las sombras parecen versos. Allí, en una humilde pensión de estudiantes, vivió el poeta durante los años en que enseñaba francés en el instituto.
Su habitación aún conserva el eco de su voz, el olor de la madera vieja, el calor de una estufa y el rumor de las palabras que aún parecen flotar en el aire.

Entrar en la Casa de Machado no es visitar un museo, es encontrarse con el alma de Castilla, con el hombre que supo mirar la tierra, la nieve, el silencio y convertirlos en poesía.
Desde el Alcázar hasta su mesa sencilla, el viaje continúa —de la piedra al verso, del tiempo al alma.