El oficio de ser Motoviajero

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

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Los motoviajeros hemos tomado por oficio el mismo que el del viento: es movernos siempre, sin más norte que la libertad de los caminos, andar sin reposo y sin destino.

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

Como las aspas al viento, así voy yo sobre dos ruedas, sin más destino que el de rodar, sin más certeza que la del horizonte que se abre delante. Muchos me preguntan hacia dónde voy, y yo respondo como si llevara dentro la voz del caballero andante: Don Quijote soy, y mi profesión la de andar caminos.

No viajo para llegar, viajo porque el camino mismo es mi casa. Mis leyes son deshacer los entuertos de la rutina, prodigar un saludo en la carretera, evitar el mal de la prisa y de la ambición. Huyo de la vida regalada que me ata, huyo de la hipocresía de los lugares fijos, y busco para mi propia gloria la senda más angosta, la curva más escondida, el polvo más sincero.

Sé que no todo es sencillo, que hay jornadas largas, fríos que muerden y cansancios que pesan. Pero como decía el Caballero de la Triste Figura, confío en el tiempo que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades. El motor ronronea, el viento aconseja, y yo me dejo guiar por su música.

No tengo destino, y en eso está mi libertad. El viaje no es el medio: es el fin mismo. En cada kilómetro me reconozco más, en cada desvío entiendo que no hay caminos equivocados, solo senderos que me enseñan algo.

Soy motoviajera, y mi oficio es andar, como oficio fue del viento moverse siempre. Y si alguna vez me pierdo, sabré que también perderse es parte de encontrarse.

La llamada del camino

No hay brújula que marque lo que el corazón sabe.
Desde que recuerdo, el viento me ha hablado. Susurrando en la ventana, colándose por los rincones de mi habitación, pidiéndome que salga, que deje atrás la seguridad, que me haga una con la carretera.

Ser motoviajera no es un pasatiempo, es una elección, una vocación, un oficio que exige paciencia, audacia y ternura. No se mide en kilómetros ni en destinos, sino en la intensidad con que uno se permite vivir cada curva, cada polvo levantado, cada amanecer inesperado.

Esto no es un manual. Es un cuaderno de experiencias, de aprendizajes, de conversaciones silenciosas con el viento y con el mundo. Es el registro de cómo se puede vivir siendo libre sin abandonar la vida que se lleva dentro.

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

El oficio de andar

Salgo.
No tengo destino.
El camino es mi casa.

El viento me adopta como hija suya, me despeina, me empuja, me acaricia.
Sobre la moto soy semilla ligera: no pertenezco a ningún suelo, pero me reconozco en todos.

Cada pueblo es un espejo distinto, en uno me saludan con la mano, en otro me miran con desconfianza. Cada mirada me cuenta la historia de una humanidad que no cabe en un solo lugar.

El camino no siempre es fácil. A veces me sorprende la lluvia, a veces me golpea el frío. Pero como decía un viejo caballero andante, el tiempo suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.

Soy motoviajera. Y mi oficio no es conquistar tierras ni acumular trofeos. Mi oficio es dejarme conquistar por el mundo que pasa ante mis ojos y se queda dentro de mí.

El viento como compañero

El viento no me empuja, me acompaña.
A veces me abraza con suavidad; otras, me golpea como si quisiera probar mi fuerza. El viento es un compañero exigente: no deja que me duerma, no me permite olvidar que estoy viva.

En su idioma secreto me dice que no importa a dónde vaya, porque el camino ya es suficiente. Él sabe que los mapas mienten: dibujan destinos que nunca llegan, cuando lo único verdadero es este instante de rodar sobre el asfalto.

El viento me da lo que no dan las casas cerradas: me despeina, me sacude, me limpia. Y yo, agradecida, le obedezco.

Kilómetros de memoria

Cada kilómetro que dejo atrás no desaparece, se queda conmigo.
No guardo souvenirs ni postales. Guardo olores, voces, gestos. El polvo de un camino se me pega en la piel, el sonido de un perro ladrando en la madrugada me acompaña mucho después de haber arrancado la moto.

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

La memoria de la viajera no está en álbumes de fotos, sino en cicatrices y sonrisas. Cada tramo de ruta es un maestro que me enseña a perderme para encontrarme. Y yo acepto esas lecciones, porque no vine a coleccionar certezas, sino a multiplicar preguntas.

El arte de perderse

Perderse no es un error, es un regalo.
El camino se bifurca, el GPS calla, y yo sigo el instinto. A veces me lleva a un pueblo sin nombre, a veces a un paisaje que no aparece en ningún folleto.

La pérdida es también libertad. Cuando me pierdo, el tiempo deja de mandar. No hay prisa. No hay llegada. Solo hay la maravilla de estar en un lugar inesperado.

Soy motoviajera, y mi brújula no es el norte: es la curiosidad. Cada vez que me pierdo, me encuentro un poco más.

La soledad que acompaña

En la ruta no estoy sola: me acompaña mi propia soledad.
La llevo detrás, como si fuera un pasajero invisible. No habla mucho, pero me susurra verdades que nunca escucharía en la multitud.

La soledad me enseña a escuchar el latido del motor como si fuera el mío, a mirar el horizonte como quien mira un espejo. A veces duele, a veces cura. Pero nunca me abandona.

Muchos temen a la soledad. Yo aprendí a quererla. Porque en su silencio descubrí que no necesito muros para sentirme a salvo, ni ruido para sentirme viva.

El lenguaje de la carretera

Cada carretera tiene su idioma.
Hay rutas que hablan con rectas interminables, y otras que se expresan en curvas cerradas. Las hay ásperas como la vida, llenas de baches que obligan a frenar; y otras suaves, que parecen cantar canciones de cuna.

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

Aprendí a leer ese lenguaje con las manos en el manillar y el cuerpo inclinado en cada curva. La carretera me habla con señales, con sombras, con el olor de los árboles. Y yo respondo con la única palabra que tengo: seguir.

El peso ligero

Viajar en moto me enseñó que lo que pesa de verdad no son las maletas, sino lo que uno se niega a soltar.
No necesito mucho: un par de cambios de ropa, agua, herramientas, un cuaderno. Lo demás sobra.

El peso ligero es libertad. Mientras más vacío el equipaje, más espacio queda para lo que de verdad llena: una sonrisa compartida, un café en la madrugada, la sorpresa de un paisaje nuevo.

La sociedad colecciona cosas. Yo colecciono ligereza. Y en esa ligereza encuentro la riqueza que no se compra.

Los rostros del camino

La carretera me ha regalado más rostros que cualquier ciudad.
Rostros que sonríen al verme llegar cubierta de polvo, rostros que dudan de mí, rostros que invitan con un gesto a compartir el pan.

Cada rostro es una historia que apenas alcanzo a tocar, pero que se queda conmigo como cicatriz luminosa. No necesito conocer nombres: basta la mirada para entender que estamos hechos de la misma materia.

El camino no solo me muestra paisajes: me muestra a la gente que los habita. Y en esos encuentros breves, que duran lo que un saludo o un café, siento que pertenezco a una familia enorme: la familia de los que andan.

El tiempo en la ruta

En la carretera, el tiempo deja de mandar.
El reloj pierde su poder cuando el sol y la luna son los que deciden.
A veces un minuto se estira como un día, cuando la moto se queda en silencio en medio de la nada. Otras veces las horas desaparecen, tragadas por la curva infinita del camino.

La ruta me enseña que el tiempo no es oro, como dicen. El tiempo es barro, aire, agua. Se moldea con cada kilómetro. Y yo lo dejo fluir, sin querer atraparlo.

La tormenta y la calma

He sentido la furia del cielo desde el asiento de la moto.
La lluvia cae como un ejército de agujas, el viento sacude como un gigante impaciente, y yo apenas soy un punto frágil en medio del universo.

Pero después de la tormenta llega el regalo, la calma húmeda, el olor de la tierra recién bañada, el sol tímido que asoma entre las nubes. Entonces sé que valió la pena.

El viaje no promete seguridad, promete vida. Y la vida, como la ruta, es una mezcla de tormenta y calma.

El viaje infinito

No hay llegada.
Lo entendí después de muchos kilómetros: el destino es un invento de los sedentarios.
Para mí, cada fin es un comienzo.

El viaje infinito no se mide en mapas, sino en huellas que se borran y se vuelven a trazar. No importa si regreso al punto de partida, porque nunca soy la misma que salió.

La moto es mi lanza, el viento mi caballo, la carretera mi única patria.
Y yo sigo.
Porque soy motoviajera.
Y mi oficio, como el del viento, es andar.

El oficio de ser Motoviajero, filosofía motoviajera

👤 ¿Y tú? ¿Qué has aprendido en tu camino?

Respuesta

  1. Avatar de glitterinquisitively6f41da4f79

    Como bien dices en cada km que se rrecore te vas conociendo un poco mas,y vas viendo de lo que eres capaz de hacer,aunque la verdad es que nunca se termina de aprender por muchos km que se haga,
    Felices km,en carretera nos vemos

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